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Martha Jiménez y los conjuros del pez

Una nueva exposición de Martha Jiménez resulta siempre una aventura en el mágico terreno de una imaginación plástica que se caracteriza por la agudeza de visión, la intensidad de las formas y, sobre todo, por el magnetismo de una configuración del mundo que posee el dinamismo profundo de una creación emanada de una sensibilidad singular, a la vez medularmente femenina, sensual, y, también, acerada y cortante en su comprensión de lo universal cubano. Se trata, ante todo, en esta muestra titulada Conjuros del pez, de un diálogo especial entre lo tridimensional de la escultura, y la bidimensionalidad de una pintura de intensidad sutil.

Martha Jiménez presenta una serie de obras en barro cocido, donde la maestría probada ya en creaciones anteriores, alcanzan ahora un ámbito de misterio y sugerencia que acentúa y ahonda direcciones de su estilo. Toda la exposición es imagen de la sensualidad profunda —el tanque, donde tres figuras se sumergen con una sensualidad tanto más inquietante cuanto que una de ese trío gozoso, se muestra apenas en unas piernas rotundas y atrayentes—. Se le agrega una segunda obra —de la serie “La colmena”— reúne a la plasticidad característica de la artista, una agudeza irónica y también sensual: es una alegoría del panal, en este caso a la vez zoomorfo y humano, que a la vez se refiere a la realidad directa de la ciudad de las abejas, y asimismo a la fecundidad intrínseca en lo femenino indoblegable. Otra escultura de pequeño formato presenta a una mujer de pie, cuyo cráneo cortado, cuyo resto de alas, se complementan con unos brazos cortados.

El equilibrio prodigioso sobre unos pies diminutos no depende solo de la escultura en sí, sino que proclama la participación del espectador, quien tiene que completar esos brazos que pertenecen a la ilusión que aporta el receptor. Es la mujer triunfante, que atrae hacia sí una génesis creativa del espectador. La pintura, por su parte, resulta impactante en sus sienas diversos, en su manera de convertir a la mujer en centro de iluminación, ya sea en el cuadro en que una mujer cuelga de la luna, ya sea en la pintura —una de las piezas más deslumbrantes— en que una rostro de mujer, en magnífico close-up, muestra unos ojos felinos y un dije en forma de pez en su cuello. Lo femenino está, en las obras bidimensionales, replanteado de modo formidable, como en el rapto —evocación de tantos lienzos, entre ellos el famoso de Carlos Enríquez— que aquí se produce a la inversa y es una mujer quien se lleva, cabalgando un gallo, secuestra a un hombre desnudo.

Espléndida, eficaz, dueña de sí, la autora adelanta aquí otras visiones y conjuros, donde el pez es un leit-motiv en esculturas y pinturas, y donde el sustrato es la magia incansable de una artista fascinante.

Por: Dr. Luis Álvarez Álvarez.
Febrero de 2007.