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Nuestra Señora de la Voluptuosidades

En múltiples ocasiones he tenido el placer de escribir notas al catálogo sobre la deliciosa obra de Martha Jiménez Pérez. En todo momento he afirmado que su discurso no se proyecta sobre las influencias de la obra del inolvidable colombiano Fernando Botero. Si bien en ambos discursos se disfruta la disformidad divertida de los volúmenes exagerados y la preferencia por las figuras femeninas, las concepciones que las animan y sus procesos de creación son completamente diferentes. Pero como es propio del proceso apreciativo el asociar las imágenes para identificarlas, en la praxis visual de la mayor parte del público —desde el considerado medio hasta el especializado— está la referencia inmediata, ante la más mínima proyección del engorde de la figura, a la “influencia de Botero”.

Mientras Botero se apodera de la gordura como una “cariñosa burla” para articular todo un catálogo de finas parodias sociales, Martha Jiménez asume el engorde como representación de una lógica cultural concerniente a las características genéricas de la hembra cubana: una hembra cobriza y robusta que describe al ideal de las féminas criollas, internacionalizadas y consumidas, como el ron, la rumba y el tabaco, hasta la década del ’60.

Martha redescubre a la mujer voluptuosa y opulenta en las venerables matronas que nos acompañan en el hogar, en las que se contonean, todavía con gracia, en el trasiego cotidiano, y que solo son advertidas y deseadas por el cubano sato; ese, el popular o populachero, el representante de un criollismo de resistencia, que no entiende cómo ha llegado a ser posible que ahora nos gusten las hembras altas, delgadas y de estrechas caderas. Pero la artista resignifica a sus mulatas obesas y les otorga un simbolismo nacional, mediante la personalización isleña, signado por su propia decadencia en el gusto de sus hombres del después, del presente y del mañana. Pese a su decadencia la buena mulata gruesa hace galas de su gracia y de una lujuria jugosa y sofocante como una frutabomba, de una levedad que llega a la ingravidez, de una melancolía correspondida desde la soledad y frialdad lunar, de una sabiduría popular que la lleva a no prescindir todavía de los candiles, ni de los ilustrativos chismes, y a echarle una costurita a las partes que se separan y que vale la pena reparar.

Desde el dibujo primero, la pintura después, la cerámica siempre y ahora la simultaneidad de las tres, Martha Jiménez, “Doña Martha”, continúa hilvanando la suerte de sus personajes identitarios, vela por su dieta diaria, por sus apetitos, sueños, tribulaciones y realidades. El engorde permanente de sus mulatas es la garantía de la continuidad de nuestro canibalismo cultural, en medio de un mundo trastornado por los problemas con la presión y con el colesterol, un mundo que insiste en volverse homogéneamente redondo y englobarnos con él, como un todo.

Por: Lic. Pavel Alejandro Barrios Sosa.
Enero de 2009.